Maribel Rodríguez | 12 de octubre de 2020
¿Realmente tenemos que ser siempre positivos? ¿Es obligatorio mostrar siempre nuestra mejor versión? ¿Salimos más fuertes de la primera ola de coronavirus? Está claro que no, no y no.
Parece que está de moda ser positivos y fuertes, ante cualquier circunstancia de la vida, por muy destructiva que esta sea. Es más, hasta los periódicos se atrevieron a decirnos, hace meses, que #salimosmásfuertes de la primera ola de la pandemia que vamos atravesando. Parecían invitarnos a olvidar rápidamente lo vivido, sugestionados por esas palabras, sin tener en cuenta nuestro estado real, recién salidos de una gran catástrofe colectiva. Se declaraba que ya estábamos más fuertes.
Se nos vende frecuentemente que la fortaleza, la sonrisa y la alegría tienen que estar siempre en nuestros rostros, pase lo que pase. Y, para colmo, afirmaciones como el #salimosmásfuertes lo que han puesto de manifiesto ha sido una tremenda falta de empatía hacia todos los que aún estaban sufriendo o que estaban debilitados por lo acontecido. Quizás interesaba decirlo así, para que molestáramos lo menos posible desde nuestras limitaciones o fragilidades. Quién sabe… Quizás ha sido un intento fallido de subirnos el ánimo, a modo de afirmación fácil de libro de autoayuda barata.
La cuestión que parece preciso poner delante, ante las circunstancias planteadas, es: ¿realmente tenemos que ser siempre positivos? ¿También ante la situación de pandemia mundial que estamos viviendo? ¿Es preciso tener siempre una actitud positiva, pase lo que pase? ¿Es obligatorio mostrar siempre nuestra mejor versión? ¿Ante cualquier dificultad hemos de ser fuertes, o bien, hay que salir fortalecidos? ¿Realmente salimos más fuertes de la primera ola de COVID-19? Está claro que no y no, a todas las preguntas planteadas.
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Pues, si encima de haber vivido una situación catastrófica y devastadora para tantos, ahora nos corresponde salir adelante con una amplia sonrisa en plan señores Mr. Wonderful (como diría el psicólogo Victor Amat), estaríamos sometiendo a quien no lo consiga a una gran injusticia. Sería como decirle que sonría y que sea fuerte a una persona que acaba de vivir la muerte de un familiar o que está gravemente enferma. ¿No sería más humano darle un espacio para desahogarse y llorar? No dar ese espacio sería tremendamente insensible y carente de empatía.
Me temo que esta presión por que no mostremos la vulnerabilidad es una forma de acallarnos para que seamos menos molestos. Si no nos quejamos, no «molestamos» a los que no quieren enfrentarse al lado difícil de la vida, o a su propia vulnerabilidad. Se inculca que debemos tener la mejor imagen, a toda costa, en mitad de las peores circunstancias, como los actores de esas películas que salen totalmente repeinados del agua después de sufrir un naufragio. Y no, ¡hay que negarse a esto! No nos dejemos chantajear por tanta imposición narcisista que trata de llevarnos a vender nuestra imagen estupenda siempre, pues esta es una manera de que vivamos sometidos a la voluntad de quienes nos quieren callados y alienados. Es una buena estrategia para no dejarnos evolucionar, madurar, aprender, crecer. Pues, paradójicamente, atravesar conscientemente nuestra propia vulnerabilidad es parte de lo que puede fortalecernos.
Quizás estemos en un momento en el que sea posible ir saliendo de la burbuja egocéntrica y narcisista en la que a veces vivimos. Una burbuja que nos dice cómo tenemos que ser: guapos, fuertes, invulnerables, exitosos, siempre sonrientes (incluso en mitad de una tempestad). Esa burbuja supone un tremendo engaño acerca de nuestra realidad, lo que, a su vez, nos maltrata profundamente. Es como si a un niño, cuando se acaba de caer por las escaleras, se le exigiera que se cayera sin herirse, mancharse, ni despeinarse y ¡obviamente, sin quejarse! ¡Qué barbaridad!
¿Para qué tenemos que mostrar una absoluta fortaleza, que ni tenemos, ni es necesaria? ¿Por qué hacer caso a los vendedores de felicidades postizas? ¿Por qué ceder ante un chantaje en el que se nos dice que seremos mejor valorados si siempre somos positivos, amables y sonrientes? ¿No nos damos cuenta de que más bien es un «otro», que afirma esto, quien no quiere molestarse en acogernos o escucharnos si sufrimos? Se nos quiere activos y productivos, que no enfermemos, que funcionemos sin perturbar la supuesta paz de los otros. Que no seamos molestos, ni cansinos… nos dirán. Pero, si esos otros que exigen tanta fortaleza realmente la tuvieran ellos mismos, y dispusieran de suficiente paz interior, no se verían alterados por la vulnerabilidad o el malestar ajenos. Lo afrontarían con normalidad y empatía. Sabrían que forma parte de cualquier proceso de maduración personal el afrontar las dificultades asumiendo lo que somos realmente, humanos.
Lo que muchas veces no se sabe es que el no permitirnos expresar nuestra fragilidad es algo que puede aumentarla. Si no tenemos un espacio para llorar las pérdidas, desahogarnos ante las desgracias, pedir la ayuda de alguien que nos acoja y sostenga ante las situaciones difíciles, lo que sí nos pasará es que acabaremos enfermando, física o mentalmente. La acumulación de tensiones, en el intento de mantener una máscara impoluta para que nos acepten, es más bien un factor que nos predispone a rompernos y a sufrir más, pues aumenta tremendamente el estrés que nos afecta. Un estrés que, cuando se acumula o es intenso, acaba dañando nuestros cuerpos y nuestras mentes. Por lo tanto, el permitirnos sentir el dolor y expresarlo es algo que termina aumentando nuestra fortaleza, pues nos da la opción de realmente aprender de él y de recuperarnos de lo que nos haya pasado. Querer ser fuertes, antes de atravesar y asimilar un proceso doloroso, es como pretender caminar con normalidad después de una fractura de fémur; acabaremos teniendo más problemas.
Realmente nos volvemos más fuertes cuando acogemos el dolor, lo comprendemos, lo compartimos y entendemos que forma parte de la realidad de toda vida humana. No es necesario sonreír siempre, si queremos realmente salir más fuertes. Necesitamos llorar, expresar el dolor, derrumbarnos ante las dificultades, para descansar, liberarnos de lo que duele y poder seguir caminando. Mantenernos al modo happy flower solamente nos convierte en estúpidos ingenuos o en narcisistas.
Imaginemos, por un momento, un mundo en el que solo se admite la sonrisa, el optimismo, la buena inteligencia emocional, la simpatía y el buenrollismo. Imaginemos un mundo en el que llorar, despotricar o quejarse está mal visto. ¿Qué tal os sienta eso? ¿Qué pasaría si un día sois víctimas de una terrible injusticia, o simplemente hay un contratiempo cualquiera y no os podéis expresar? Al final os sentiríais mucho peor.
El extremo opuesto a ese estado happy flower es el de la negatividad extrema, que lleva a un bucle de autodestrucción y a un mayor sufrimiento. El de la negatividad que no busca salidas y que se recrea en un victimismo interminable. Sería otra ficción de protagonismo trágico, que no llevaría más que a aumentar el sufrimiento de quien así vive las cosas y de quienes lo rodean. No hay que confundir esta actitud con la expresión normal del sufrimiento. Las emociones que llamamos negativas son normales, e incluso son buenas para asimilar lo que nos duele. Pero, alimentarlas excesivamente, finalmente nos hace sufrir mucho más. Es como estar hurgando repetidamente en una herida, porque duele. Se trataría de escucharla, normalizarla, expresarla y, finalmente, buscar el aprendizaje y la salida, al ritmo que nos sea posible y hasta donde nos sea posible. Pidiendo ayuda, si ya no sabemos hacer más por superar lo que nos pasa.
A modo de conclusión, podríamos plantearnos que el equilibrio y la salud estarían en aceptar la realidad, tal y como es, sin imposiciones de imágenes fulgurantes y exitosas y sin derrotismos victimistas, para simplemente ser como somos y seguir avanzando en la vida hacia la luz de lo que nos estimula y provoca, acompañados y ayudados por quienes realmente adopten posturas solidarias y humanas. Además, si acogemos, comprendemos y superamos adecuadamente nuestras dificultades, algún día podremos acompañar nosotros, con naturalidad, a quienes sufren, sin culpabilizarlos de sus heridas y de sus fragilidades, favoreciendo también que así lleguen a una auténtica fortaleza, tras la recuperación de lo que les daña.
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